La noche envolvía la mansión de Coral Gables como un sudario de terciopelo negro, las luces de los candelabros destellando como brasas en la penumbra. Dentro, Luis Morales recorría su despacho con pasos deliberados, el suelo de ébano pulido reflejando su silueta como un espejo oscuro. El aire olía a cuero viejo y a la mordida acre del whisky que vertía en un vaso de cristal tallado. Sus dedos, tensos como cuerdas de arco, apretaban el borde de la mesa, mientras su mente hervía con la imagen de Valeria en los brazos de Diego, una afrenta que quemaba como ácido en sus venas. Ella es mi trofeo, pensó, los ojos oscuros brillando con una obsesión que lo consumía. Y esos niños son míos.
En el Centro Cardiológico Morales, la oficina de Valeria era un refugio frágil, las paredes blancas ahora testigos de un torbellino de emociones. Valeria se aferraba al borde del escritorio, su respiración entrecortada, el aroma a jazmín de su perfume mezclado con el eco cálido del sándalo que emanaba de Die