El bar La Brisa, a una hora de Miami, destilaba un aroma a madera pulida y sal marina, con el murmullo del océano colándose por las ventanas abiertas. Las luces ámbar bañaban las mesas de caoba, proyectando sombras danzantes sobre el rostro de Valeria, que aguardaba con los dedos entrelazados, el corazón latiendo como un tambor en su pecho. Su vestido negro, ceñido como una caricia, delineaba sus curvas bajo la penumbra, y sus ojos almendrados brillaban con un torbellino de ansiedad y anhelo. Diego la había citado la noche anterior, su voz al teléfono cargada de urgencia: “Te necesito, Valeria. Los niños… ellos merecen saber quién es su padre. Por favor, déjame verte”. Ella había aceptado, no por rendición, sino por la chispa que aún ardía en su alma al escuchar su nombre.
Diego entró al bar, su figura alta y atlética recortada contra la luz del atardecer. Sus ojos avellana, encendidos por una mezcla de determinación y deseo, encontraron los de Valeria al instante. Se acercó con pasos