Claudia, con el rostro rojo de furia y los dientes apretados de pura envidia, estrelló su puño contra la camilla, como si fuera culpa del colchón mugriento su desgracia.
—¡Esto es una broma, una maldita broma de mal gusto! —escupió, mirando alrededor con desprecio—. ¡¿Y esta es la habitación que me asignan a mí?! ¿¡Compartida!? ¡Con olor a sopa fría y gente tosiendo como si se fueran a morir esta noche!
Leo, sentado frente a ella en una silla de plástico sin respaldo —más incómoda que sus propios sentimientos—, suspiró profundamente, como si ya no le quedaran neuronas disponibles para discutir.
—Ya cálmate, Claudia —murmuró, cansado.
—¿¡Cómo me pides eso, Leo!? —explotó ella, girándose como una gata herida—. ¿Viste lo que pasó? ¡A Scarlet la llevaron a una habitación privada! ¿¡Privada!? Y yo, ¡yo! Que tengo un cargo superior, experiencia, trayectoria… ¡me metieron en este chiquero de hospital público!
Pateó la camilla con la gracia de una niña de cinco años a la que le negaron el hel