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Capítulo 2 - Notificación fantasma

- Elsa sintió un vuelco en el estómago. No era amor, no era añoranza. Era la certeza brutal de que ese hombre, el único que había borrado por ser demasiado peligroso, sí la habría tocado.

- La luz del teléfono le proyectaba un resplandor azulado en la cara. Se quedó mirando la solicitud, con el corazón latiendo en un ritmo que no era el de la calma ni el de la estabilidad, sino el de la prohibición. ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de cinco años de silencio absoluto?

- Un suave sonido, el de la respiración de Leo que cambiaba de ritmo, hizo que la sangre se le helara. Era un ligero carraspeo, pero a Elsa le pareció el rugido de un león. Apartó el móvil con brusquedad, girándolo y escondiéndolo bajo la almohada, todo en un movimiento tan rápido y torpe que sintió la vibración del objeto al impactar contra el colchón.

- Contuvo la respiración, escuchando con ansiedad el silencio. Leo solo se había movido, buscando una posición más cómoda, con el brazo extendiéndose inconscientemente hacia donde ella había estado hacía un momento. No, no estaba despierto.

- Elsa se relajó, pero sus dedos, aún calientes por la prisa, se posaron sobre la almohada, justo donde sabía que estaba el móvil. La curiosidad, esa vieja y peligrosa compañera, le quemaba en la punta de los dedos.

- Damián. Ella lo había bloqueado de todas las formas imaginables, había cambiado su ciudad, su vida, para evitar ese tipo de caos. ¿Cómo la había encontrado? ¿Y por qué se sentía tan jodidamente halagada de que lo hubiera intentado con tanto empeño?

- Recordó con una claridad dolorosa su primer y último café. Se habían conocido por una aplicación de citas, y él había roto todas sus reglas. Malhumorado, egocéntrico, con una honestidad descarnada que ella, recién salida de la destructiva manipulación de su anterior pareja, no pudo soportar. Damián no quería flores; quería su cuerpo. Y en ese momento de su vida, después de haber sido emocionalmente violada por un supuesto amor, ella solo buscaba la paz, no el huracán.

- La huida había sido literal. Una semana después de ese café, Elsa compró un billete, se despidió de sus pocos conocidos y amigos y borró su rastro digital.

- Damián había sido el catalizador, el detonante que le mostró que, si seguía cerca de ese pasado, solo encontraría más dolor. La última imagen que tenía de él era su mensaje: “Eres una cobarde. Vuelve cuando sepas lo que quieres”.

¿Cómo la había encontrado? ¿Porque seguía buscándola después de tantos años? ¿Porque si nunca mostró más que interés por sexo, para que la buscaba ahora? no era difícil si alguien te buscaba con suficiente obstinación.

- ¿Y por qué se sentía tan jodidamente halagada de que lo hubiera intentado con tanto empeño?

- Elsa cerró los ojos y se mordió el interior de la mejilla. En su cabeza, las imágenes de Damián eran todas afiladas: una sonrisa condescendiente, palabras mordaces y, sí, el recuerdo visceral de sus manos. En aquel entonces, su egocentrismo la había repelido. Ahora, su obstinación en buscarla después de tanto tiempo, esa misma cualidad de ir siempre por lo que quería, se sentía como un potente imán. Un veneno que, en medio de su desierto emocional con Leo, empezaba a parecer un oasis.

- Se preguntó si Damián habría cambiado. Seguramente no. Las personas como él eran estáticas, rocas de deseo puro. Pero quizás... solo quizás, ella sí había cambiado. La Elsa de hace cinco años temía la intensidad; la Elsa actual la necesitaba para recordar que era real.

- La falta de intimidad con Leo no era solo un problema de sábanas; era una deuda emocional que su cuerpo estaba cobrando. Cada rechazo de su novio era un golpe a su feminidad, una silenciosa sugerencia de que no era suficiente. Con Damián, nunca se había sentido fea. Nunca se había preguntado si la deseaban. La única pregunta con Damián era: ¿cuánto tiempo voy a durar antes de quemarme?

Sabía que lo que debía hacer era eliminar la notificación, bloquearlo de nuevo y olvidar que había existido. Bloquearlo era proteger su futuro, el futuro con Leo y los hijos y la seguridad económica. Bloquearlo era elegir la cordura.

Pero su mano, por sí sola, se deslizó hacia la almohada, lista para tomar el teléfono de nuevo. Su otra mano, libre, se dirigió a su vientre plano. La idea de un bebé con Leo era dulce, pero ¿cómo construir una vida si el cimiento de la pasión ya estaba podrido? La estabilidad no servía de nada si la hacía sentir invisible.

Tomó el móvil y lo inclinó para que la luz no llegara al rostro dormido de Leo. Sus dedos temblaron. ¿Aceptar y ver qué quería? ¿O borrarlo y seguir contando luminarias? Con un movimiento rápido, como quien se arranca una tirita, pulsó Aceptar. La cordura había perdido.

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