El lunes amaneció, el día antes del martes de la verdad. Leo y Elsa tenían planeado pasar el día en casa de los padres de él, celebrando un cumpleaños familiar. Fue una inmersión forzosa en la estabilidad que estaba a punto de destruir.
Desde el momento en que pusieron un pie en la casa, Elsa sintió la calidez de la aprobación. La madre de Leo la abrazó con cariño, y el padre la sentó a su lado para hablarle de cómo están las cosas, tratándola ya como una hija. Vio a Leo interactuar con sus sobrinos, su rostro suavizado por una ternura que rara vez mostraba en casa. Era la imagen de la paternidad responsable que ella tanto anhelaba.
Esa tarde, de vuelta en su apartamento, continuó la inmersión. Pasaron la noche haciendo cosas de hogar: pidieron pizza, doblaron ropa, vieron una serie juntos. Hubo mimos y cariños tiernos: Leo le acarició el cabello en el sofá, le besó la mejilla y la tomó de la mano sin la intención de ir más allá.
Eran gestos de amor sólido y tranquilo, el pegamento q