Alexander deslizó la llave en la cerradura de la urna de plata. El clic metálico resonó como un disparo en la tensa quietud de la sala. Todos los pulmones parecieron contener el aire al unísono. Olivia, desde su asiento, sentía el latido de su propio corazón golpeándole las sienes. El discurso había terminado, las maniobras habían concluido. Solo quedaban doce trozos de papel que contenían el futuro.
Con movimientos pausados y ceremoniales, Alexander volcó el contenido de la urna sobre la mesa de caoba. Las papeletas blancas, dobladas e idénticas, formaron un pequeño montón inocente que escondía un veredicto monumental. Tomó la primera.
—Señor Henderson —anunció, desdoblándola. Su rostro era una máscara impasible, pero Olivia notó el leve titubeo en sus dedos. —«A favor».
Un primer punto a su favor. Henderson, el hombre guiado por la codicia, había mordido el anzuelo de las proyecciones de ganancias que Liam le hizo llegar. Olivia no se permitió celebrar. Era solo el primero.
—Señora