—Debo suponer que no me trajiste aquí para aprovecharte de mí... ¿o sí? —bromeó Angelo al entrar en el dormitorio.
Lionetta soltó una carcajada.
—No, no te traje para eso —respondió con una sonrisa.
—Es una lástima. Te habría dejado salirte con la tuya sin poner ninguna resistencia.
Lionetta no pudo evitar reír de nuevo. Angelo cada vez parecía volver a ser ese hombre que se mostraba relajado y juguetón a su alrededor. En serio, había odiado cuando él la había tratado con la fría cortesía que reservaba para el resto del mundo.
—Necesitas descansar. Hoy te has sobreexigido demasiado —dijo—. Durante la última hora te he visto moverte sutilmente en la silla, cuando creías que no te estaba mirando, y cada vez te veías más incómodo —añadió—. Está evidente que estás adolorido.
Después de ayudarle a sentarse en la cama, se acercó al velador y llenó un vaso con agua.
—Aquí tienes —dijo, ofreciéndole el vaso junto con las pastillas para el dolor.
Angelo observó las pastillas como si fueran sus