Mientras remaban, el sol se alzaba, y el calor se hizo sentir. Las barcazas del Visir, con Khufu y Ptah al frente, ya patrullaban el Nilo, sus ojos de halcón escrutando cada rincón. Menna sintió la tensión, la cercanía de la persecución.
—Ahí —murmuró Sobek, señalando con el mentón una pequeña isla en medio de las marismas, apenas una elevación de tierra cubierta de juncos y papiros—. Podemos descansar allí. Es un lugar seguro. Por ahora.
Menna asintió. La barcaza se deslizó hacia la isla, la vegetación se abrió para recibirlos. Saltaron a tierra, sus cuerpos dolían por el esfuerzo. Hapy se acurrucó bajo la sombra de unos papiros, agotado.
Mientras Menna intentaba encender una pequeña hoguera para calentar el agua, escuchó un sonido. Un gemido débil. Se congeló.
—¿Oíste eso? —preguntó a Sobek.
Sobek también lo había oído. Se miraron. El sonido se repitió. Un gemido de dolor, un susurro de agonía.
—Viene de los juncos —dijo Sobek, su mano ya en el cuchillo que llevaba en el cinturón.
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