El sol de la mañana se derramaba sobre Giza, no con la luz fría de la inminente batalla que había precedido a la caída del Visir, sino con un brillo cálido y prometedor. Era un amanecer de esperanza, un lienzo de oro y rosa que se extendía sobre las majestuosas pirámides, bañando el Nilo en una luz que parecía purificar sus aguas. El Gran Salón de Audiencias, escenario de la confrontación final, había sido limpiado meticulosamente, cada mancha de sangre, cada rastro de caos, borrado por la diligencia de los sirvientes, pero las memorias de lo sucedido, la verdad desenterrada, permanecían grabadas en los corazones de quienes lo presenciaron.
El Faraon con su porte restaurado y sus ojos ahora claros, observaba la ciudad desde el balcón de sus aposentos privados. La carga de su ceguera había sido reemplazada por una determinación renovada. A su lado, la Reina Tuya y Kiya, sus presencias eran un bálsamo de calma. La corte, purificada de la influencia del Visir e Imhotep, respiraba un aire