El sol caía sobre las palmeras datileras, tiñendo el Nilo de tonos dorados y rojizos. En el bullicioso campamento de Giza, donde el aire vibraba con el canto de los trabajadores y el eco de los martillos, Neferet, una escriba de la corte real, repasaba con meticulosa atención los pergaminos de cuentas. Sus dedos, manchados de tinta, trazaban jeroglíficos con una gracia innata, pero su mente divagaba. Una figura se cernía en el horizonte de sus pensamientos, tan imponente y enigmática como las mismísimas pirámides que se alzaban a su alrededor.Era Menna, el arquitecto jefe, un hombre cuya mirada profunda y serena la inquietaba de un modo desconocido. Él era de cuna humilde, ascendido por su talento y visión; ella, nacida en la intrincada red de la corte, destinada a una vida de servicio y, quizás, a un matrimonio arreglado. Sus mundos eran tan distintos como las orillas opuestas del gran río.Esa tarde, Menna se acercó a su mesa, su sombra alargada cubriéndola por un instante.—Nefere
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