Ahmes recibió las órdenes de el Visir con la fría eficiencia que lo caracterizaba. La misión era sencilla: eliminar a Sennefer y recuperar un mapa crucial. La ejecución debía ser rápida, limpia, sin dejar rastro. Ahmes se movió por Giza con su habitual discreción, su rostro impasible, su presencia casi invisible entre la multitud. Era un fantasma en el corazón del reino.
Al caer la noche, Ahmes se deslizó por las callejuelas que conducían a la necrópolis. La casa de Sennefer, solitaria y en silencio, se alzaba como una mancha oscura contra el cielo estrellado. El anciano escriba, absorto en sus papiros, no sospechaba la sombra que se cernía sobre él. Ahmes se acercó a la puerta, su mano ya en el cuchillo de su cinturón. Pero antes de golpear, se detuvo.
Escuchó un sonido. Un murmullo. Voces. Dentro de la casa. No era Sennefer hablando solo. Había alguien más. La sorpresa lo detuvo. ¿Hesy? ¿O Meryre?
Ahmes se ocultó en la oscuridad de los arbustos, sus ojos, agudos como los de un halcó