Hapy se alejó del calabozo con pasos ligeros, cada zancada un eco hueco en el pasillo húmedo y frío. La pequeña cesta de frutas, ahora más ligera, rebotaba suavemente contra su cadera. Sus ojos, antes cautelosos, ahora brillaban con una mezcla de miedo y una determinación incipiente. El lino, diminuto y casi imperceptible, estaba escondido en su palma, arrugado por el sudor. Sentía su peso, un peso inmenso que no correspondía a su tamaño. Era el secreto que le había confiado el arquitecto, el hombre del que su padre había hablado, el hombre que ahora era prisionero.
El aire dentro de la prisión olía a desesperación, a piedra fría y a los restos de comidas insípidas. Hapy conocía ese olor demasiado bien. Lo había respirado durante semanas, desde que la sombra de los guardias se había cernido sobre su humilde hogar, llevándose a su padre en medio de la noche. Su padre, que solía contarle historias de dioses y héroes, que le enseñaba el nombre de cada estrella en el cielo nocturno. Ahora