La oscuridad de la celda era un manto perpetuo sobre Menna, el ruido constante, antes apenas perceptible, de los golpes y el arrastre de objetos en las profundidades bajo la prisión, se había intensificado. No era un simple murmullo; era un tamborileo constante que resonaba en el suelo de piedra, un latido siniestro que el cuerpo de Menna sentía con cada fibra. Y Menna, con su agudo oído de arquitecto, supo que el trabajo era sistemático, metódico, apuntando a algo de gran tamaño, algo que requería fuerza y sigilo en igual medida.
Se sentaba, con su espalda pegada a la fría pared de piedra, sus ojos fijos en la negrura que le rodeaba. Intentaba no pensar en Bek, en la brutalidad de su muerte, en la sonrisa gélida del Visir. Pero el recuerdo era un espectro persistente. Un día, mientras comía su escaso mendrugo de pan, sus ojos se detuvieron en la muesca irregular de la pared. Y de repente, como un rayo en la noche, un recuerdo olvidado lo asaltó.
—La daga —murmuró Menna para sí mismo,