El silencio de la celda de Menna era casi absoluto, solo roto por el incesante goteo del agua y el eco distante de sus propios pensamientos. El tiempo se estiraba, cada minuto una eternidad, mientras Menna visualizaba el pasadizo, el pozo, el túnel que lo llevaría a la libertad y a la casa de Huni.
Sin embargo, a medida que la noche avanzaba, la atmósfera en la prisión pareció cambiar. Los pasos de los guardias se volvieron más frecuentes, el sonido de las armas al chocar en la distancia se hizo más claro. Una inquietud creciente se apoderó de Menna. Algo no estaba bien. La prisión, que antes era un lugar de monotonía, ahora vibraba con una tensión palpable.
De repente, el familiar crujido de la llave en la cerradura resonó en el pasillo. La puerta de la celda de Menna se abrió, pero no fue el carcelero de rostro adusto quien apareció. Era otro, un guardia más joven, con una expresión de pánico en su rostro. Detrás de él, la sombra imponente del Capitán Hesy, sus ojos fijos y pene