Neferet intentaba concentrarse en los antiguos textos, buscando cualquier rastro de Huni o de alguna debilidad del visir, pero su mente volaba a Giza.
Una tarde, Neferet sintió una punzada, un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío. Una intuición. Se levantó abruptamente de su mesa, su pluma aún en la mano. Isis, que estaba en un rincón organizando papiros, la miró con sorpresa.
—Escriba Neferet —dijo Isis—. ¿Estás bien? Te veo... agitada.
Neferet se acercó a la joven acólita.
—Isis. Siento que el hilo se tensa. Que el tiempo se agota para Menna. Algo va a suceder. Lo presiento.
Isis la miró con incredulidad.
—¿Cómo sabes, escriba Neferet?
—No lo sé con la mente, Isis —respondió Neferet, llevándose una mano al pecho—. Lo sé con el corazón. Debo hacer algo. Ahora.
Isis se acercó.
—Pero, escriba Neferet, estás confinada. El Sumo Sacerdote Ramose y el sacerdote Nekhbet nos vigilan. Cualquier intento de enviar un mensaje...
—Lo sé. Pero no podemos quedarnos d