La mañana en la finca Montenegro había amanecido cargada de una tensión silenciosa. Valeria bajó a desayunar con los sentidos alerta. Elías ya estaba allí, inclinado sobre unos planos, y apenas alzó la mirada para saludarla con una formalidad gélida.
Durante la inspección de los viñedos, él apenas hablaba. Respondía a sus preguntas con precisión técnica, pero evitaba cualquier comentario personal. Valeria notaba la rigidez en sus hombros, como si forcejeara con algo interno.
Fue cuando ella sugirió una técnica de poda para las cepas viejas que él reaccionó de manera extraña.
—Ese método —dijo él, con voz extrañamente áspera— es el que su padre implementó en los viñedos del sur hace más de dos década. Sacrifica la complejidad por el rendimiento.
Valeria se quedó paralizada. —¿Cómo sabe usted eso? Ese fue un proyecto interno de Brévenor.
Elías se tensó visiblemente. Por un momento, sus ojos grises mostraron algo más que conocimiento: algo personal, casi un rencor.
—Es lo que su padre so