El coche cruzó las verjas de la finca Montenegro, alejando el mundo de traiciones y portazos, adentrándose en un reino de paz perfumado por la tierra y las vides. Clara bajo primero , su silueta serena recortada contra la luz cálida de la entrada.
Valeria bajó del auto en silencio, el peso de la despedida aún anclado en sus hombros. Clara no dijo una palabra. Simplemente abrió los brazos y Valeria se hundió en su abrazo, un refugio maternal que le recordó, con un dolor agridulce, al que ya no tenía.
—No te preocupes, pequeña —murmuró Clara contra su cabello, su voz un bálsamo—. No tienes la culpa de los errores de tu padre. Concéntrate en construir tu vida junto al hombre que amas. Eres una mujer excepcional, Valeria. Y tu madre... tu madre estaría inmensamente orgullosa de la mujer fuerte y noble en la que te has convertido.
Las palabras, dichas con una certeza absoluta, quebraron el último dique. Valeria apretó más fuerte a Clara, permitiendo que unas lágrimas silenciosas limpi