La mansión Brévenor, antes un símbolo de poder y tradición, ahora era solo una cáscara vacía que resonaba con el eco de los pasos de Valeria. Esa misma noche, mientras la luna bañaba los viñedos, ella empacaba lo último de sus pertenencias en la habitación que había sido su refugio desde la infancia.
Gabriel y Mauricio, sus pilares en medio del caos, cargaban las cajas finales hacia el coche de Elías, que esperaba como un prometedor vehículo de fuga hacia una nueva vida. Un silencio respetuoso se cernía sobre ellos, interrumpido solo por el crujir de la madera bajo sus pies.
—Necesito un momento —pidió Valeria, con una voz suave pero firme.
Sus amigos asintieron en comprensión y se retiraron, dejándola sola en el vasto vestíbulo.
No fue directa a la puerta. En cambio, se dejó llevar por los pasillos como un fantasma, recorriendo cada rincón impregnado de memoria. Pasó la mano por el pasamanos de la escalera principal, donde su madre, Aurora, le había enseñado a bajar los peldaños