El silencio que siguió a las palabras de Esteban era frágil, cargado de los fantasmas que ahora reinaban en el despacho. Esteban, con el rostro pálido y la mirada perdida en el vacío, respiraba con dificultad. La mención de Aurora lo había quebrado de una forma que ninguna evidencia legal hubiera logrado.
Fue en ese momento de absoluta vulnerabilidad cuando Gloria estalló.
La rabia de verse desplazada, de que su plan maestro se desmoronara por el recuerdo de una muerta, le hizo perder el último vestigio de control.
—¡No puedo creerlo! —escupió, su voz un chillido estridente que cortó el silencio—. ¡Después de todo lo que hice por ti, por nosotros! ¡Y te dejas manipular por el fantasma de esa mujer! ¡Por esa... esa santa perfecta que llevas en un altar! ¡Surora, Aurora, Aurora ! ¡Esa mujer está MUERTA, Esteban! ¡Yo estoy aquí! ¡Yo te doy un heredero!
Esteban se irguió lentamente. El dolor en sus ojos se transformó en una furia glacial. Que se atreviera a profanar el nombre de