La mansión Brévenor respiraba una calma tensa, una mentira elegante acordada por todos. La hora de partir había llegado, y cada uno asumió su máscara.
Valeria regresó a casa con la cabeza gacha y la sonrisa cansada de una hija sumisa. No hubo reclamos, no hubo miradas desafiantes. Asumió sus responsabilidades reducidas con una docilidad que habría sido conmovedora si no estuviera tallada en hielo. Por dentro, cada instrucción que seguía sin chistar era un clavo en el ataúd de la lealtad filial.
Gabriel, a su lado, fue la imagen de la lealtad familiar. Anunció que se quedaría unas semanas en Brévena antes de volver a Costa Serena, "para apoyar a la familia en estos momentos". Su presencia, serena y artística, era un muro silencioso de apoyo para Valeria, un recordatorio constante para Esteban de un pasado que preferiría olvidar.
Y Mauricio... fue impecable. Cenó con ellos, habló de los planes de boda con una naturalidad escalofriante y sostuvo la farsa del prometido devoto. Era tan con