Los empleados apartaron rápidamente la viga que había caído sobre la espalda de Elías. Valeria, aún temblorosa, no alcanzó a escuchar la advertencia truncada de Leo. Solo vio cómo Elías, haciendo caso omiso de su propio dolor, la levantaba en brazos con un gruñido.
—¡Bájame, estás herido! —protestó ella, pero él no la soltó.
—Cállate —murmuró él, con una voz ronca—. Te llevo adentro.
Aunque cojeaba ligeramente, no flaqueó. La llevó directamente al salón, encendió una lámpara de emergencia y, sin mediar palabra, la guió hasta la puerta de su habitación.
—Cambiate. No te resfríes —ordenó, con una brusquedad que no lograba ocultar su preocupación.
Ella cerró la puerta y se apoyó en ella, jadeando. Se cambió rápidamente con manos aún temblorosas, la tormenta y la adrenalina aún corriendo por sus venas.
Mientras, en la habitación contigua, Elías se arrancó la camisa empapada. Se miró en el espejo: un moretón grande y violáceo comenzaba a florecer en su espalda. "Las cosas no deben pasar as