El mundo de Elías era un caleidoscopio roto. Flashes blancos de cámaras estallaban contra su retina, cegándolo. Voces graves y distorsionadas le hablaban de sus derechos, pero las palabras se deshacían como arena antes de llegar a su comprensión. El eco sordo de la explosión aún retumbaba en sus oídos, mezclado con el chirrido de las sirenas.
Miró hacia abajo. Su traje, el mismo que se había puesto con esperanza horas antes, estaba manchado de polvo negro y salpicaduras de un rojo oscuro y húmedo. ¿Sangre? ¿De quién?
Los paramédicos en la estación le limpiaban un corte en la sien, sus movimientos eran rápidos, impersonales. Sintió una oleada de náusea, el mundo giró, y la oscuridad lo envolvió de nuevo.
Despertó con un jadeo. La luz era tenue ahora, blanca y clínica. El aire olía a desinfectante. Intentó moverse y el frío metal de las esposas que lo sujetaban a la cama del hospital resonó con un chirrido siniestro. La confusión fue un mazo. ¿Por qué estaba aquí? ¿Qué había pas