Pausa.

El mensaje fue breve:

“No me siento bien. No iré hoy.”

No mentía. El cuerpo de Valentina no tenía fiebre ni tos, pero algo dentro de ella se descomponía igual. Era ese tipo de enfermedad invisible que no se cura con pastillas, la que se mete bajo la piel y te deja temblando aunque no haya motivo aparente.

El departamento estaba en silencio.

El reloj del comedor marcaba las nueve con un tic-tac constante que la enloquecía. Afuera, el sol se filtraba por las cortinas como una herida abierta, dorando los bordes de una habitación que olía a perfume y a desvelo.

Valentina no podía dejar de pensar en la noche anterior. En la mañana también. En la manera en que Alexander la había mirado, como si hubiera algo sagrado en su caos. En la fuerza de sus manos, la calma de su voz, el calor de su cuerpo rozando el suyo. En cómo, por un instante, todo el mundo había desaparecido.

Y luego, Lucca. Sus palabras aún resonaban, palabras que la desarmaron más que cualquier beso.

Todo se mezclaba: deseo, cu
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