En el computador no encontró, al menos en un principio, nada que levantara sospechas.
El escritorio estaba atiborrado de carpetas desperdigadas como hojas muertas: nombres técnicos de medicina general, archivos que olían a rutina, y un calendario lleno de citas programadas con la precisión de un cirujano obsesivo. Todo parecía normal, aburridamente normal.
Pero entonces la vio.
Una carpeta sin nombre.
Sin etiqueta, sin fecha, sin nada. Solo “carpeta”. Como si alguien hubiera decidido dejarla allí, a plena vista, con la esperanza de que nadie tuviera la osadía de abrirla. O peor: como si hubiera sido puesta ahí para que alguien —para que Brenda— la encontrara.
La curiosidad le cayó encima como un balde de agua helada. Un hormigueo le recorrió la nuca. No sabía por qué diablos le provocaba esa sensación, pero la sola presencia de ese archivo le erizó la piel.
Hizo clic.
El sistema escupió un mensaje frío, impersonal.
Contraseña requerida.
Brenda sintió una punzada en el estómago.
Johnny