La luna adornaba las olas con un sutil tono plateado cuando el maître guió a Alexander y Daniela a través de la pasarela de polímero que imitaba madera noble. El gazebo, emplazado estratégicamente junto al camino, resplandecía con docenas de velas en candelabros de cristal, sus cortinas blancas ondeando sensuales con la brisa marina. El conjunto parecía sacado de una película romántica, demasiado perfecto para ser real.
—Demasiado romántico para un ruso —murmuró Daniela, aunque no pudo evitar admirar cómo la luz de las velas jugaba con las sombras del rostro de Alexander. Permitió que la guiara hasta la mesa, sorprendida cuando él apartó personalmente su silla. El gesto caballeroso contrastaba con la personalidad fría que había mostrado hasta ahora. Alexander, sin decir palabra, le colocó su chaqueta de lino sobre los hombros antes de sentarse frente a ella. —El viento nocturno engaña —comentó mientras ajustaba el cuello de su camisa—. En Rusia aprendí que las apariencias más inocentes suelen esconder las tormentas más peligrosas. Daniela aceptó el gesto, sorprendida por su atención pero más preocupada aún por el nivel de preparación que demostraba todo esto. Aquel gazebo no se reservaba por casualidad, y menos a última hora. Alexander había planeado este momento meticulosamente. El ruso destapó una botella de Rioja reserva con manos expertas. Levantó una ceja en pregunta silenciosa antes de servirle, esperando su consentimiento. Ella asintió con un movimiento casi imperceptible de la cabeza. —¿Vaya, ya estás más relajada o piensas que esto ya no son negocios? —preguntó Alexander mientras llenaba su copa hasta el nivel perfecto. Daniela tomó el cristal entre sus dedos, haciendo girar el vino tinto antes de responder. —Creo que lo que sea que vayas a proponer necesitaré al menos dos copas de esto para no desmayarme —bromeó, aunque su voz sonó más tensa de lo que pretendía. Alexander esbozó una sonrisa que apenas iluminó sus fríos ojos azul-verdosos. —Es posible —concedió, sirviéndose una cantidad generosa—. Pero te advierto que el alcohol no hará la propuesta menos real. Daniela sintió un nudo en el estómago. ¿Qué clase de juego estaba jugando? Su mente repasó rápidamente las posibilidades: ¿una propuesta indecente? ¿Querría convertirla en su amante, en su querida? ¿O algo más elaborado, más permanente? El silencio se extendió entre ellos, roto solo por el sonido de las olas rompiendo contra la playa. Alexander parecía disfrutar de su incomodidad, estudiando cada microexpresión de su rostro como si leyera un libro abierto. Finalmente, después de un sorbo deliberadamente lento de vino, rompió el silencio: —¿Recuerdas que hace un rato me preguntaste a nombre de quién pienso poner la propiedad? —Hizo una pausa dramática, mirándola fijamente como si midiera su reacción—. Tú. El efecto fue instantáneo. El vino que Daniela acababa de beber salió disparado de sus labios en un chorro rubí que terminó decorando eñ rostro y la impecable camisa blanca de Alexander. —¡Perdón! —exclamó, alcanzando torpemente una servilleta para limpiar el desastre, hasta que sus neuronas terminaron de procesar lo que había escuchado—. Espera, ¡¿Qué?! —La servilleta cayó de sus manos inertes—. ¿Estás completamente loco? Alexander, imperturbable, continuó limpiándose el vino de la cara con movimientos pausados. —Completamente cuerdo, querida —respondió con calma—. La ley cubana limita a todas las personas naturales o extranjeras radicadas en Cuba a poseer solo una propiedad a su nombre. Pero si estamos legalmente casados... —dejó la frase suspendida en el aire como un anzuelo. Daniela lo miró como si hubiera crecido una segunda cabeza. Sus labios se movieron sin emitir sonido durante varios segundos antes de que las palabras finalmente salieran: —¿Estás hablando en serio? ¿Matrimonio? ¿Contigo?¿Yo? En lugar de responder, Alexander ae inclinó hacia adelante, extendiendo la mitad de su cuerpo sobre la mesa, Daniela retocedio el rostro de forma automática, lo cuál le resultó gracioso. —Tranquila, no voy a morderte —saco un sobre de piel negra la chaqueta que había prestado para entregárselo y volver a sentarse. —Negocio puro. Cinco años. Términos claros —declaró con voz que no admitía discusión. Daniela tomó los papeles con manos que apenas lograban disimular su temblor. Sus ojos escanearon rápidamente las cláusulas: —"Cinco años mínimos. Ruptura anticipada: penalización de $25,000 USD para la parte infractora" —leyó en voz alta— Entonces si quiero divorciarme antes.. —Entonces me pagas —respondió él simplemente—. Considera que es mi garantía de que no te irás con la propiedad a mitad del juego. Siguió leyendo: —"Prenupcial notarizado. Bienes separados. La propiedad queda bajo control operativo permanente del Sr. Rascov, independientemente del estado civil. —alzó la vista—. O sea, aunque nos divorciemos, la casa sigue siendo tuya en la práctica. —Exacto. Solo necesito tu nombre, no tu alma —ironizó Alexander. —¿Permanencia en Cuba? —aunque con ño que iba a cobrar viviría más que bien. —Hasta que expiré el contrato. El siguiente punto la hizo levantar ambas cejas: —"La Sra. Guerra recibirá $1,000 mensuales como manutención conyugal, pagaderos en dólares estadounidenses o euros a su elección". —¿Mil dólares? —preguntó, incapaz de ocultar su asombro—. Eso es... mucho más de lo que gano en seis meses, que digo en seis meses. Podría retirarme y no ver esa cifra. —Considera que es un salario por ser mi fachada legal —explicó él. Daniela hizo rápidamente los cálculos en su cabeza. $1,000 mensuales por cinco años eran ... Era más dinero del que podría ganar en veinte años de trabajar honestamente en todos sus empleos juntos. —¿Eso quiere decir que ya tienes más propiedades en Cuba? —preguntó de repente, atando cabos. Alexander asintió lentamente. —Sí. Pero no en Varadero —respondió evasivo. Daniela no entendía sus motivos para querer acumular propiedades en Cuba, pero supuso que los magnates internacionales como Alexander tenían caprichos que los simples mortales no comprendían. Siguió examinando el contrato, buscando la letra pequeña, la trampa oculta entre las líneas. —¿Y por qué casarnos? —inquirió finalmente—. No necesitamos estar casados para poner la propiedad a mi nombre, a menos que... —se detuvo, los ojos abriéndose de par en par—¿Necesitas la residencia cubana? Alexander sonrió, pero negó con la cabez. —Necesito un vínculo legal contigo que vaya más allá de un simple contrato comercial —admitió—. No todo puede basarse en la confianza, ¿no crees? Daniela bebió otro trago de vino, esta vez con más cuidado. El alcohol comenzaba a calentar su cuerpo, pero no lo suficiente como para nublar su juicio. —¿Y si te enamoras perdidamente de mí? —preguntó, mitad broma, mitad desafío, probando los límites de su control. Alexander soltó una carcajada seca. —Negocios son negocios, querida —respondió, su sonrisa tan fría como el hielo en su copa—. No mezclo placer con ganancias. —¿Y qué hay de la intimidad? —presionó ella, decidida a dejar todo claro. Los ojos de Alexander se oscurecieron por un instante, una mirada lujuriosa que desapareció tan rápido como había llegado. —Opcional. No requerida —declaró con voz neutra—. Pero no prohibida... si ambas partes están de acuerdo. Daniela sintió un escalofrío que no tuvo nada que ver con la brisa marina. —Me refería a mi intimidad con otros hombres —aclaró deliberadamente, observando cómo su expresión se endurecía. Alexander retrocedió ligeramente en su silla, claramente decepcionado por su aclaración. —Eres libre para hacer lo que desees —respondió con voz que pretendía ser indiferente, pero que delataba un dejo de irritación—. Mientras no interfiera con nuestros acuerdos. Ella tragó saliva, consciente de que estaba jugando con fuego. Las cifras seguían bailando en su mente: $1,000 mensuales. $60,000 en cinco años. Era más dinero del que jamás había soñado tener. —Necesito pensarlo —declaró finalmente, colocando los documentos sobre la mesa. La reacción de Alexander fue instantánea. Su expresión se endureció como granito. —Si necesitas pensarlo demasiado, quizás no eres la persona con la que quiero hacer negocios —advirtió su voz gélida. Daniela sintió que el desafío encendía su sangre. —¿Quieres decir alguien que se lo piensa dos veces antes de hacer algo potencialmente ilegal? —contraatacó—. Debería ser yo quien estuviera preocupada de hacer negocios contigo. Para su sorpresa, Alexander sonrió, una expresión genuina que por primera vez llegó hasta sus ojos. —Eres lista —reconoció—, tienes una mente aguda. Por eso me gustas. Pero quiero saber qué tanto deseas realmente cambiar tu vida. —Mucho —admitió ella sin dudar—. Pero no sé si estaré firmando un pacto con el diablo. Alexander se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con un humor negro. —Tengo entendido que es él quien ofrece los mejores tratos —murmuró antes de reclinarse nuevamente. Permanecieron en silencio durante lo que pareció una eternidad, solo el sonido del mar rompiendo la quietud. Alexander parecía dispuesto a dejarla pensar, a dejar que el peso de la decisión cayera completamente sobre sus hombros. Finalmente, Daniela rompió el silencio con la pregunta que más le quemaba los labios: —¿Para qué quieres realmente la casa? —su voz sonó más firme de lo que esperaba. Alexander negó con la cabeza. —Eso no es algo que te deba preocupar. —Va a estar a mi nombre —insistió ella—. Será técnicamente mi casa. Tengo derecho a saber. El ruso suspiró, como si estuviera negociando con un niño testarudo. —Es solo para vacacionar, para traer amigos —respondió finalmente—. Odio los hoteles. Daniela no le creyó ni una palabra, pero sabía que no obtendría una respuesta más honesta esa noche. Respiró hondo antes de declarar: —Tengo una condición. Alexander arqueó una ceja, interesado. —Te escucho. —No quiero que esa casa se convierta en un burdel —declaró con firmeza—. Ni en un antro de drogas. Si quieres fiestas con tus amigotes y mujeres fáciles, que sea en otro lado. Alexander estudió su rostro por un largo momento antes de asentir. —Está bien. Acepto tu condición. —¿Cuándo sería la... boda? —la palabra le quemó la lengua. Alexander extendió una pluma de oro sobre los documentos. —En setenta y dos horas —declaró—. Ponte hermosa. Mandaré un auto por ti. Todos los demás arreglos corren por mi cuenta. El mar rugió a lo lejos, como si advirtiera del peligro. Daniela miró la pluma, luego a Alexander, y finalmente a las olas que rompían contra la playa. Con un movimiento que parecía más rápido que el latido de su corazón, tomó la pluma y firmó.