El vestido blanco de Daniela no era de novia, era un sencillo modelo de encaje que había comprado en una venta de garaje. Su "precio" escandaloso por ser marca "Shein", cosa que la vendedora presumió como si hablase de Zara.
Lo suficientemente elegante para la ocasión pero sin pretensiones románticas. Funcional podría describirlo, se ajustaba a sus curvas sin ser provocativo, con mangas cortas transparentes y un escote de cuello cerrado. El calor sofocante de mayo hacía que el tejido se pegara a su espalda mientras esperaban en la entrada del Registro Civil, era más asfixiante esperar dentro. Las manos le temblaban alrededor de un ramo de flores artificiales que sacó de uno de los búcaros de su sala. —¿Nerviosa? —la voz grave de Alexander la sobresaltó. Él llevaba un traje de lino blanco impecable, abierto en el cuello para mostrar una sombra de vello dorado. Olía a colonia cara y lucía relajado. —Estoy sudando como un cerdo —respondió Daniela sin filtro— Pensaba que el traje blanco estaba reservado para las novias. —Me pareció ideal para la ocasión. —Como sacado de un sueño —respondió con ironía. Alexander tomó la mano con la que sostenía el ramo para detener sus movimientos nerviosos. —No es un sueño, солнышко. Es un contrato. Respira. El contacto duró menos de un segundo, pero le dejó la piel ardiendo. —¿Qué significa esa palabra? —preguntó curiosa. Él sonrió antes de responderle, revelando esa sonrisa perfecta que parecía calculada para derretir voluntades. —Casi lo mismo en ruso que en español. Solcito... Ella se mordió la lengua para no discutir. ¿Desde cuándo el apodo cariñoso? ¿O peor, como si fuera una mascota? Iba a decir algo al respecto cuando en ese mismo momento el abogado que había contratado Alexander salió a buscarlos. El hombre, vestido con un traje gris que parecía dos tallas más grande, los guió hacia el salón principal donde un juez los esperaba con expresión aburrida. El juez, un hombre cincuentón con manchas de sudor bajo los brazos, leyó los votos con la monotonía de quien ha oficiado demasiadas bodas por conveniencia. Su voz arrastraba las palabras como si cada sílaba le costara un esfuerzo sobrehumano. —¿Acepta tomar a este hombre como su legítimo esposo? —Sí, acepto —mintió Daniela, clavando las uñas en las flores plásticas mientras llevaba la vista hasta Alexander, estudiando su perfil impasible. Cuando llegó el momento del beso, ambos voltearon a verse de frente. Él le colocó una mano en la cintura con un gesto posesivo que hizo que los músculos de su estómago se tensaran. Se inclinó para cortar la distancia, y sus labios apenas rozaron los de ella, un contacto seco que duró lo justo para la foto que tomó el abogado. Aun así, Daniela sintió un escalofrío traicionero que le recorrió toda la columna vertebral. Los testigos, ambos guardaespaldas de Alexander con caras de no entender una palabra de español, firmaron para legitimizar el ilegítimo acto. Sus enormes manos parecían incómodas sosteniendo las plumas delicadas. —Felicitaciones —dijo el juez sin entusiasmo, estampando los sellos con un golpe seco—. Pueden recoger el certificado en 48 horas. El banquete fue en uno de los restaurantes privados del Hotel Internacional, el cual Alexander había reservado para la ocasión. Pero solo había cinco personas además del servicio: ellos dos, el abogado y los dos testigos que ahora devoraban langostas como si llevaran semanas sin comer. —¿Ni siquiera invitaste a amigos? —preguntó Daniela mientras jugaba con el cóctel de camarones que le habían ofrecido al llegar, haciendo girar la copa entre sus dedos. —Los míos están en Moscú. Los tuyos... —Alexander señaló su teléfono, donde Laura había enviado veinte mensajes pidiendo fotos, cada uno más insistentes que el anterior. —Parece que no quieres que tengan muchos detalles —observó a Daniela, tomando un sorbo de su bebida. —Si mis padres se enteran de esto terminaré huérfana o internada en Mazorra —él rió con el comentario, revelando esa risa rara vez vista que transformaba completamente su rostro—. Procura tener las fotos a buen resguardo, solo para emergencias. Bebieron champán mientras disfrutaban del concertista de piano que les habían asignado para la ocasión. El músico, un cubano mayor con dedos ágiles, interpretaba melodías clásicas con una pasión que contrastaba con la frialdad de su "celebración". Daniela se sirvió tres copas seguidas, aún estaba nerviosa. En su cabeza no cabía que se había dejado arrastrar a esto, y peor, lo había consentido. —Tranquila —murmuró Alexander al ver cómo se tambaleaba al levantarse—. No quiero cargarte hasta la suite. —¿Suite? —El alcohol le nublaba la lengua—. Pensé que esto era solo por las fotos... Los ojos del ruso oscurecieron, adoptando ese tono verde oscuro que siempre precedía a una declaración importante. —Hay cámaras en el lobby. Si nos registramos como recién casados y no compartimos habitación, alguien podría hacer preguntas. La cabeza de Daniela no estaba para analizar mucho el tema, así que se dejó guiar pacíficamente, notando cómo la mano de Alexander le aportada equilibrio desde ña espalda. La habitación era obscenamente lujosa: cama king size con dosel de seda, jacuzzi en medio de la habitación que brillaba bajo la luz tenue, botella de Dom Pérignon en hielo junto a dos copas de cristal tallado. Sus piernas dejaron de temblar cuando vio una puerta que conducía a una segunda habitación. Del alivio, el alcohol pareció evaporarse de su sistema. —Es una habitación doble, tonta —dijo Alexander, desabrochándose el reloj con gestos precisos—. ¿Te vas a dormir o nos bañamos juntos en el jacuzzi? —Tienes mucho humor, para ser ruso —respondió, cruzando los brazos —¿Quién te dijo que los rusos no tenemos sentido del humor? —Me voy a dar una ducha en la otra habitación. El agua caliente no logró relajarla. Cuando salió, envuelta en una bata del hotel que le quedaba enorme, encontró a Alexander hablando en ruso por teléfono junto a la ventana. Su voz era un susurro áspero, las palabras fluyendo en ese idioma que sonaba tan duro y sensual al mismo tiempo. Al verla, colgó bruscamente. —¿Problemas? —preguntó ella, fingiendo desinterés mientras se secaba el pelo con una toalla. —Negocios —respondió él, arrojando el móvil a la cama con un gesto de frustración—. Mañana volamos a la luna de miel. —¿Volar? Ni siquiera tengo pasaporte —protestó Daniela, imaginando a Roberto solo en su apartamento en su ausencia. —No lo necesitas, no saldremos de la isla —aclaró Alexander, acercándose—. Es solo un viaje a Cayo Santa María. —No necesito una luna de miel —insistió, retrocediendo instintivamente. —No es opcional —su cuerpo se erizó al escuchar la orden en su voz—. Tranquila, es solo un regalo de bodas. —Los regalos son opcionales... —Solo quiero tiempo para conocer con quién hago negocios —explicó, suavizando el tono. Daniela asintió, más aliviada, notando cómo la mirada de Alexander seguía las gotas que resbalaban por su cuello. —¿Qué? —preguntó, desafiante, sintiendo cómo su pulso se aceleraba bajo esa mirada intensa. —Nada —se pasó una mano por el rostro—. Solo pienso que deberías dejar de mirarme como si fuera a estrangularte. —¿Y cómo debería mirarte? Alexander se acercó hasta quedar a un paso de distancia. El calor de su cuerpo era casi tangible, y olía a champán y ese aroma... —Como lo que soy: tu esposo. Al menos en público. —Pues para alguien que dejó claro que el amor no se mezcla con los negocios, tú me sigues mirando... —¿Cómo? —preguntó, inclinándose ligeramente. Daniela contuvo la respiración. Él no intentó tocarla, pero la intimidad de aquel momento fue más perturbadora que cualquier contacto físico. —Buenas noches, жена, esposa —susurró para alejarse hacia el baño, probando la palabra extranjera en su lengua. —Buenas noches, Alexander —respondió ella, escabulléndose hacia la otra habitación, donde una cama perfectamente preparada la esperaba. Pero el sueño no llegaría fácilmente, no con la presencia de ese hombre al otro lado de la puerta.