Hubo un tiempo en que Maurice Lefevre soñaba con curar el Alzheimer.
No era por fama, ni por fortuna. Era por su madre. La mujer que lo había criado sola en un suburbio gris de New York, que le enseñó a amar los libros, la ciencia, los rompecabezas… y que terminó olvidando su nombre antes de cumplir los 55.
Él era solo un joven brillante y obstinado cuando concibió por primera vez la idea de Delphi: un sistema que pudiera preservar los recuerdos humanos, almacenarlos, proyectarlos, reconstruirlos. Una memoria externa del alma.
—La memoria es el hilo que mantiene unido el tapiz de la identidad —solía decir en sus conferencias.
Los primeros experimentos fueron rudimentarios. Una interfaz neural conectada a una base de datos mínima. Luego vino Isabella. Ella trajo el orden, la ética, la estructura y juntos convirtieron a Delphi en algo casi mágico. Por primera vez, un sujeto en coma había logrado responder con expresiones faciales al reproducir una secuencia de recuerdos proyectados por