El amanecer parisino se filtraba por las cortinas como un secreto. La ciudad despertaba entre campanarios y el aroma húmedo del Croissant recién horneado. Yo estaba allí, en pie junto a la ventana, mirando cómo las gotas de lluvia deslizaban su transparencia sobre el vidrio. Y pensé en ella.
En Alice.
En la forma en que su respiración me buscó entre sueños. En cómo el silencio de esa madrugada quedó tatuado entre nuestras pieles.
Me había prometido mantener el control.
Me había jurado que todo esto sería una tregua, un espacio para entenderla, para descifrarla, para lograr que se rindiera ante mí… solo en París.
Pero esa tregua se había convertido en mi condena.
Desde que la vi cruzar la puerta del restaurante aquella noche de su cumpleaños, con el vestido que elegí, supe que todo había cambiado. No era un juego. No era deseo. Era algo mucho más peligroso.
Ella me sonrió desde el pasillo esa mañana, con el cabello cabello en ondas callendo sebajo de sus hombros y un hermoso vestido de