Nunca pensé que París pudiera dolerme,Pero dolía.
Dolía dejar atrás las calles empedradas, las luces del Sena, los cafés donde reíamos sin mirar el reloj. Dolía porque en París dejaba algo más que una ciudad.
Dejaba un pedazo de mí.
De nosotros.
El vuelo de regreso fue muy tranquilo. Ethan y yo viajamos uno al lado del otro, intercambiando miradas que decían más que cualquier palabra. Sus dedos buscaron los míos a mitad del vuelo y permanecimos así, en silencio, con la ciudad de las luces quedando atrás como un sueño que se disolvía entre las nubes.
Al aterrizar en Nueva York, todo volvió a su ritmo vertiginoso. El ruido, los correos, las reuniones, el tráfico… y, entre todo eso, nosotros, intentando mantener el equilibrio entre lo profesional y lo inevitable.
Dos días después, Ethan me pidió que me quedara a trabajar con él de forma permanente.
—Quiero que dirijas la nueva sección artística de la galería —dijo, apoyado contra su escritorio, con esa seguridad que parecía inquebrantabl