No suelo llorar,No soy ese tipo de hombre. Las veces que lo hago es porque algo realmente toca mi alma.
Pero cuando abrí esa cajita que llego a mi oficina de Washinton, vi el pequeño sonajero, luego la ecografía… y después la carta escrita desde la perspectiva de un bebé del tamaño de un maní, y literalmente tuve que cerrar la puerta con seguro porque sentí cómo el alma se me rompía y se me recomponía al mismo tiempo.
“Papá, sé que aún no nos conocemos, pero ya te quiero…”
No estaba preparado.
No para eso.
No para la palabra papá viniendo de alguien que aún ni respira aire.
Me recargué en el escritorio y me llevé la mano a la boca, intentando que el nudo en mi garganta no me hiciera sonar como un adolescente desbordado. Fracasé.
—Voy a ser papá… —susurré—. Dios mío… voy a ser papá.
Y entonces la voz interna, la que solo me habla cuando estoy totalmente fuera de control, me gritó:
¡Haz algo, idiota! ¡Celebralo!
Salí a la galería como si hubiera explotado una bomba de confeti en mi cab