Boston me recibió con un frío que atravesaba incluso mis huesos, pero agradecí esa sensación: al menos ese frío no dolía como él.
Volver a mi casa fue como volver a una vida que ya no me pertenecía. Dejé la maleta en el suelo, encendí las luces y solté el aire que llevaba contenido desde que el tren se alejó de Washington.
No lloré.
Las lágrimas se me habían secado en algún punto entre la despedida y el rencor.
Lo primero que hice fue destapar mis lienzos. La pintura era mi refugio desde niña. Desde antes de la muerte de mamá, antes de todo. Volver a ella era volver a algo mío, algo que no dependía de Ethan ni de su caos.
Esa noche pinté hasta que el sol salió.
Colores violentos, trazos desesperados, sombras que no terminaban de definirse.
Yo tampoco me definía.
A la mañana siguiente recibí el correo que llevaba semanas esperando: París confirmando mi participación en la exposición internacional.
Tres semanas.
Tres semanas lejos de mi dolor, lejos de la memoria de Ethan, lejos de lo