La casa se llena de globos azules, plateados y algunos amarillos que Richard escogió señalándolos con el mismo brillo que Alice tenía cuando veía algo nuevo y hermoso. Todo luce perfecto —al menos para cualquiera que no conozca nuestra historia— pero para mí, cada risa infantil es un recordatorio de lo que falta. Alice no está. La silla blanca junto a la ventana sigue vacía, intacta como un altar silencioso destinado a ella.
Richard cumple hoy tres años.
Tres años desde que Alice lo sostuvo por primera vez entre sus brazos y prometió que nunca lo dejaría. Tres años desde que la escuché reír por última vez con él en la casa. Y hoy, mientras sostengo a Alhara en mis brazos, recuerdo cómo ella decía que Richard sería un pequeño terremoto. No se equivocó. Está corriendo por el jardín con una espada de juguete, capeando el viento como un caballero de cuentos.
—¡Papá, mira, soy un dragón! —me grita.
—Un dragón no, campeón —respondo sonriendo, aunque por dentro me duele—. Tú eres el príncipe