Jamás pensé que un pasillo pudiera sentirse más largo que el tiempo mismo, pero ahí estaba yo, caminando detrás de la camilla que llevaba a Alice rumbo al quirófano. No pude hablarle, no pude tomarle la mano, no pude siquiera robar un último segundo consciente junto a ella… porque ya estaba sedada. Dormida. Ajena a la tormenta que nos rodeaba.
Eso fue lo que más me dolió.
No hubo último “te amo”.
No hubo mirada, ni una sonrisa —esas que siempre parecían sostenerme cuando todo lo demás se caía a pedazos.
Solo la puerta cerrándose frente a mí.
Y ese sonido metálico fue como un disparo directo al pecho.
La familia se quedó conmigo en la sala de espera —sus rostros pálidos, manos entrelazadas, el miedo asomando por los ojos, pero intentando ser fuertes por mí. Richard dormía en brazos de mi madre, pequeño e inocente, sin comprender que su mundo completo estaba siendo operado al otro lado de esa pared fría.
El tiempo comenzó su tortura lenta.
Treinta minutos.
Una hora.
Dos.
Cinco.
Y entonc