No recuerdo cuándo fue la última vez que dormí más de dos horas seguidas. El tiempo dejó de moverse con lógica desde que ingresaron a Alice al quirófano. Han pasado semanas —aunque mi mente insiste en creer que han sido años— desde aquel día en que el doctor Graham salió con la bata manchada, el rostro drenado y un veredicto que me cayó como un golpe directo al pecho: Alice está viva… pero no despierta.
Desde entonces, mi vida ha sido un péndulo constante. Hospital, casa, cuna, sala de espera, pasillo helado, el sonido de monitores que se convierten en pesadillas cuando intento cerrar los ojos. Me acostumbré al aroma metálico, al frío estéril, a ese silencio que solo se quiebra cuando un corazón decide volver o rendirse.
Cada día entro a su habitación con el mismo ritual: le hablo, le tomo la mano, le cuento lo que pasa afuera, cómo huele el café de la cafetería, cómo llueve en la ciudad sin pedir permiso. Le describo a nuestra hija —porque aunque aún no la ha cargado en sus brazos, q