El reloj marcaba las dos de la tarde cuando la puerta automática se abrió y el aire frío del pasillo me acarició el rostro. La sala estaba más silenciosa que otras veces, como si el edificio entero se hubiera puesto de acuerdo para respetar el dolor ajeno. Caminé lentamente, todavía con la mente suspendida entre el miedo y el agotamiento.
Dos días habían pasado desde que Alhara llegó al mundo y desde entonces mi vida se convirtió en una cuerda tensada, sosteniéndose apenas por los hilos del amor y el terror. Alice seguía sedada, demasiado frágil, demasiado etérea. Había momentos en que no sabía si respiraba porque la veía más ausente, más pequeña y lejana, como si la vida se le escapara entre los dedos sin pedirme permiso.
Estaba apoyado contra la ventana, mirando la ciudad como si pudiera descifrar el futuro escondido entre los edificios, cuando el sonido de pasos firmes me obligó a girar.
Nathan apareció en el pasillo.
Mi hermano, aunque no por sangre —por lealtad, por guerras compar