No recuerdo exactamente cómo estacioné el auto. Mis manos estaban temblando desde que salí de la casa, repitiendo una y otra vez: ¿Qué me escondes, Alice? ¿Por qué me mientes? Pero seguía convenciéndome de que seguramente era algo menor. Un chequeo extra. Vitamina baja. Estrés por la boda. Lo que fuera… menos lo que estaba empezando a sentir que era.
El hospital olía a desinfectante, como siempre, pero esta vez me golpeó distinto. Como si cada olor fuera una advertencia.
Me acerqué al consultorio del doctor Phillips. La secretaria levantó la vista, amable.
—Buen día, señor Carter —asentí—. El doctor está en rondas, pero ya está por terminar. Puede esperarlo.
Me senté. Mis rodillas se movían solas. Me pasé la mano por el cabello unas diez veces. ¿Por qué no me dijo nada? ¿Por qué ir cinco veces al médico en un mes y ocultarlo? ¿Por qué llorar en un muelle?
Sentí un hueco en el pecho. No era coraje. Era miedo. Un miedo que no conocía.
Pasaron veinte minutos. El doctor Phillips apareció