El pasillo del hospital parecía interminable mientras me alejaba tambaleándome del consultorio. Cada paso era una piedra en mi pecho. Nunca imaginé que un edificio tan blanco pudiese sentirse tan oscuro. El sobre con la ultima tomografia pesaba más que cualquier cosa que hubiera cargado en mi vida. Era el resumen de una verdad que yo desconocía, una sentencia escrita en sombras que nunca pedí leer.
Cuando salí al estacionamiento no sabía si respiraba o me ahogaba. Abrí la puerta del auto con torpeza y apenas me senté al volante, algo dentro de mí se quebró definitivamente. Golpeé con fuerza el volante, una vez, dos, tres... hasta que los nudillos dolieron y el grito salió sin permiso.
—¿Por qué...? ¡¿Por qué ahora, Dios?! —Mi voz rebotó contra el parabrisas empañado por mis propios suspiros rotos—. Si alguien debía pagar por mis errores era yo... no ellas.
El mundo afuera parecía moverse como en cámara lenta. Yo solo escuchaba mi propia respiración errática y el repiqueteo del metal