Victoria caminaba de un lado a otro en la sala, con el teléfono apretado entre sus dedos temblorosos. Su respiración era rápida, errática. Las palabras de Santamaría, aunque breves, le habían helado la sangre. Sentía que el tiempo corría en su contra y que cada segundo de inacción podía significar la muerte de sus hijos.
—Tengo que hacer algo... —murmuró, deteniéndose en seco. Miró a su alrededor, desesperada—. Solo no puedo. No esta vez. Todos están en peligro. Santamaría es capaz de todo. No... no puede matar a Leonardo. No puede.
Con manos temblorosas, tomó nuevamente su teléfono y buscó un contacto en particular. Marco. Uno, dos tonos, y finalmente la voz grave de don Samuel contestó al otro lado.
—¡Aló!
—Samuel... Hola, disculpa que te llame a esta hora.
—Victoria, ¿qué pasa?
Ella respiró profundamente, pero su voz se quebró al hablar.
—Nuestros hijos... han sido secuestrados. Santamaría los tiene. Isabel, Leonardo... todos.
Un silencio sepulcral se hizo presente por unos segundo