Había pasado un mes desde aquel terrible incidente que casi le cuesta la vida a Leonardo. El sol brillaba con intensidad sobre los jardines de la casa Montiel, donde Leonardo se recuperaba bajo el cuidado constante y amoroso de Isabella. La brisa era suave, y los pájaros trinaban entre los árboles, como si el mundo hubiera decidido tomar un respiro junto a él.
Leonardo trotaba a paso lento, pero constante, bordeando los senderos de piedra entre las flores. Su rostro ya no estaba demacrado, y la fuerza volvió, poco a poco, a sus piernas. Isabella lo observaba desde la terraza, con una sonrisa que no podía ocultar. Verlo así, vivo, sano, era su mayor alegría.
—Eres un milagro —susurró para sí, con los ojos brillantes.
Leonardo se acercó a ella, con el rostro perlado de sudor y una expresión serena.
—¡Buen día, enfermera personal! —dijo bromeando, mientras se inclinaba para besarla suavemente.
Isabella le acarició el rostro con ternura.
—¿Eres feliz conmigo? —preguntó él, con la voz baja