(Larissa)
El tiempo parecía haberse detenido después de escuchar la conversación al otro lado de la puerta. Cada palabra entre Enzo y su secuaz retumbaba en mi cabeza como un trueno a punto de caer justo encima de mí.
Emboscada. Alessandro. Almacén. Cebo.
Mis ojos buscaban una salida, una rendija de esperanza. Golpeé los barrotes, grité hasta quedarme sin voz, supliqué… pero nadie vino. Solo el sonido metálico de la cerradura al abrirse me hizo callar.
El corazón me latía tan fuerte que dolía. Venían a por mí.
La puerta se abrió con un chirrido lento. Dos hombres entraron, fríos como el acero. Uno me agarró del brazo.
— Anda —dijo con desprecio.
— No… no, por favor —murmuré, intentando resistirme—. No hagáis esto…
Me ignoraron. Uno tiró con fuerza y perdí el equilibrio, golpeándome el hombro contra la pared. No les importó. Me levantaron a la fuerza y me arrastraron por los pasillos oscuros hasta otra sala.
El olor era diferente allí: humedad, moho… y algo podrido. Quizá un cuerpo. Un