38. Juicios precipitados
—Si lo vi, es un mocoso plebeyo con pésimos modales —replicó Malcolm con un tono defensivo que traicionaba su inquietud ante la pregunta de Gael—. Y en cuanto al parecido que tenemos, cualquiera puede tener el cabello rizado y la piel canela. Nuestros rasgos no son únicos...
Un rayo de luz que se filtraba entre las nubes iluminó el rostro de Gael, resaltando la sangre seca en la comisura de sus labios y la chispa maliciosa en sus ojos cafés.
—Sí, es cierto —respondió, sonriendo con un placer que le costaba disimular. Sabía perfectamente que Malcolm no podía percibir los aromas de esos niños, ni reconocer a Josephine si alguna vez se hubieran cruzado en el monasterio. La pérdida del olfato licántropo y el lazo era como arrancarle una parte del alma a un hombre lobo.
Sin embargo, a Gael le resultaba deliciosamente irónico que su hermano, quien lo “tenía todo”, realmente fuera tan miserable: castrado en sus sentidos, sin olfato y prácticamente ciego para las señales que cualquier otro lob