El amanecer del día siguiente trajo consigo una mezcla densa de ansiedad y determinación. Nana y yo empacamos nuestras cosas en silencio, como si cada prenda doblada fuera una despedida anticipada. Emerson nos abrazó con fuerza al salir, prometiéndome que seguiríamos entrenando cuando todo esto terminara… si es que alguna vez terminaba.
El viaje hacia la antigua manada Amanecer fue tranquilo, pero un nudo se formaba en mi estómago con cada kilómetro que pasaba. Algo no estaba bien. Lo sentía en la piel, en la energía del aire, en la forma en que el cielo parecía más gris de lo normal. Cuando nos acercamos al límite del territorio, lo primero que noté fue que los guardias no eran los mismos. El cambio era brutal. Donde antes había lobos de mirada familiar y posturas relajadas, ahora se alzaban hombres altos, demasiado altos, con cuerpos marcados por la guerra. Sus rostros eran duros, inexpresivos, y sus mandíbulas estaban cruzadas por cicatrices antiguas. Cada uno llevaba un tatuaje oscuro en el brazo: una luna roja y un lobo aullando, símbolos que me helaron la sangre. Se movían como un solo cuerpo. Sin errores. Sin humanidad. Nana frenó la camioneta justo antes de la barrera metálica que bloqueaba el paso. Uno de los hombres levantó la mano, con la autoridad de quien no necesita levantar la voz para imponerse. —Identifíquense —ordenó con firmeza. Nunca antes habíamos necesitado identificarnos para entrar. —Soy Bianca, nacida de la manada Amanecer —respondió Nana con calma—. Y esta es mi nieta, Cece. Hija del Beta Nicko y su esposa Selene. El guardia revisó una tableta digital. Sus ojos no reflejaban reconocimiento, ni siquiera curiosidad. Finalmente asintió, con lentitud. —Esperen aquí. Debemos pedir aprobación del nuevo Alfa. —¿Nuevo Alfa? —pregunté, sintiendo cómo el corazón me latía en la garganta. —El antiguo líder… fue depuesto —respondió, impasible—. El territorio ahora pertenece a la manada Luna de Sangre. Bajo el mando del Alfa Blaze. El mundo se detuvo. Mi estómago se revolvió como si hubiese tragado piedras. La manada Luna de Sangre. Una leyenda oscura que nos enseñaban a temer desde niñas. Guerreros nacidos para destruir, entrenados sin piedad, conocidos por su brutalidad y su letal eficiencia. ¿Cómo habían tomado el control? ¿Qué hizo el estúpido de Dorian? La espera duró casi diez minutos. Silencio absoluto. Finalmente, el comunicador del guardia emitió un zumbido, y él asintió con la misma neutralidad aterradora. —Pueden pasar. Serán escoltadas hasta el límite del distrito central. Dos lobos en forma humana —vestidos con ropa táctica, armados— tomaron posición en motocicletas y nos siguieron mientras cruzábamos lentamente el territorio. Nada se sentía como antes. Avanzamos por lo que alguna vez llamé hogar… y que ahora era irreconocible. Los árboles estaban perfectamente alineados, las calles limpias como si el barro estuviera prohibido, las casas decoradas con flores frescas. Había orden. Precisión. Y lo peor… paz. —Esto no tiene sentido —murmuré, casi para mí—. Todo está… bien. Esperaba encontrar ruina. Miedo. El eco del castigo. Pero lo que veía era armonía. Niños reían en los parques. Mujeres tejían bajo la sombra de los árboles. Guerreros entrenaban en formaciones impecables, sudando disciplina y fuerza. ¿Cómo podía algo tan temido… parecer tan perfecto? —No te fíes de las apariencias —susurró Grace en mi mente—. Un lobo puede esconder los colmillos detrás de una sonrisa. Llegamos a la casa central. Antes era la residencia del antiguo Alfa, y aunque la estructura seguía siendo la misma, su esencia había cambiado. Ya no era cálida ni abierta. Era sobria. Fría. Imponente. Cuatro hombres armados custodiaban la entrada. Los tatuajes en sus brazos brillaban como advertencias bajo la luz de la mañana. Uno de ellos se acercó y abrió la puerta sin una palabra. —El Alfa Blaze desea verlas. Ahora. Nana y yo intercambiamos una mirada silenciosa. Asentimos. Cruzamos la entrada y subimos los escalones de piedra tallada, donde símbolos lunares cubrían cada rincón. Al pasar la gran puerta de madera, el aire cambió. Olía a madera quemada, incienso oscuro y… hierro. Un olor antiguo. Como si la casa respirara la memoria de las batallas. Y ahí estaba él. De pie junto a una mesa de mapas, como si el mundo le perteneciera. Alto. De complexión poderosa. Brazos marcados por músculos firmes y tatuajes que parecían contar su historia. Llevaba una simple camiseta negra que delineaba cada fibra de su cuerpo, y jeans ajustados como si el poder no necesitara uniformes. Su piel morena brillaba bajo la tenue luz, y sus ojos… esmeralda pura. No solo intensos. No solo bonitos. Miraban como si desarmaran a cualquiera que se cruzara en su camino. El cabello oscuro le caía con descuido sobre la frente, y cada parte de su cuerpo —cada línea, cada sombra— era una amenaza envuelta en belleza. Blaze. No sonrió. No habló. No se movió. Solo nos miró. Y en ese instante, sentí cómo el pasado, el presente y mi futuro colapsaban en ese par de ojos verdes que parecían poder verme… entera