290. Alguien mueve el lápiz.

Narra Lorena.

Las palabras no pesan cuando uno las escribe.

Pesan cuando alguien más las lee.

Y Tomás las ha leído.

Todas.

Tiene en la mirada eso que a veces se le escapaba a Ruiz cuando leía informes antes de hacer volar un club entero.

No era ira.

Era decisión.

Hoy vino más elegante que de costumbre.

Camisa azul marino, el reloj brillando justo bajo la manga, colonia cara.

Trajo impresos tres capítulos con anotaciones al margen.

“Tu voz se vuelve más afilada en esta parte”, me dijo.

“Acá, en cambio, se te siente con culpa.”

Casi como si me conociera. Casi como si me hubiera espiado mientras lo escribía.

Yo le agradecí los apuntes, pero no los leí.

Porque no era un día para correcciones.

Era un día para abrir la boca y soltar lo que me estaba envenenando el pecho hace semanas.

—Tomás —le dije—, creo que no quiero seguir escribiendo.

O por lo menos, no así.

No con vos viniendo cada dos días a decirme si mi verdad está bien redactada o no.

Lo vi endurecer la mandíbula.

Apenas.

Un gesto
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