253. Un mapa de fuego.
Narra Ruiz.
La madrugada cae con un silencio espeso, de esos que no se quiebran ni con los ruidos de la ciudad, ni con las alarmas digitales que parpadean en los pasillos como luciérnagas artificiales; es un silencio que vive adentro mío, en el hueco que dejó Lorena la última vez que me miró sin decir nada, y en el eco que dejaron esas páginas que Brisa me entregó como quien ofrece una bomba, con miedo y orgullo, como si supiera que me iba a explotar en las manos.
Estoy solo.
Brisa duerme en mi cama como una gata sagrada, exhausta, con los muslos aún marcados por mis manos, con las uñas rojas a medio borrar por la fricción, y con la boca entreabierta, soñando, tal vez, que ganó una guerra que nunca empezó. Pero yo no duermo. No puedo. No quiero.
El libro está abierto en la página ochenta y nueve.
La leo por sexta vez.
Y no importa cuántas veces la lea, siempre me estremece igual.
“Él no sabía que yo lo había visto matar a ese hombre. No sabía que yo estaba ahí, con la respiración con