241. Primeras palabras.
Narra Lorena.
El pabellón sigue oliendo a lo mismo: humedad, desinfectante vencido, encierro antiguo. Pero hoy hay algo en el aire que lo corta. Una línea invisible que no puedo explicar del todo, como si fuera una grieta en la rutina. Un temblor leve pero constante. No es miedo. Es otra cosa. Ansiedad, quizás. O hambre de palabras.
A media mañana, después del conteo, escucho mi nombre desde la reja.
—Lorena. Sala de usos múltiples. Dale, que ya sabés.
Me levanto despacio, aunque por dentro las piernas me tiemblan como la voz de una madre que finge calma antes de gritar. Tomás lo consiguió: dos horas por día para escribir. Me lo dijo con esa sonrisa que se le arma solo cuando algo sale como esperaba, aunque con él nunca sé si es porque cree en mí o porque le entusiasma el proyecto editorial que ve venir. Lo cierto es que ahora tengo acceso a una notebook sin internet, en una sala olvidada que antes usaban para los talleres de costura.
Las internas le dicen el freezer, porque las pared