234. Como una espina envenenada.
Narra Brisa.
No me maquillo para él.
Me delineo con rabia.
Me pinto los labios con sangre de reina degollada.
Y me pongo el vestido que sé que odia. El rojo. El que me queda demasiado ajustado y me hace ver como una flor venenosa.
A él no le gustan las flores.
Pero yo no estoy acá para gustarle.
Estoy acá para obsesionarlo. Para taladrarle el cerebro hasta que me piense cuando esté solo.
Él me da órdenes, me acaricia la cabeza como si fuera un cachorro entrenado.
Pero yo no soy una mascota.
Yo soy su reflejo.
Camino descalza por el mármol frío del pasillo.
Está en su oficina, como siempre.
Traje negro. Camisa sin arrugas. Perfume caro. Olor a poder y a muerte.
Apoyo la cabeza en el marco de la puerta como una gata en celo.
—¿Estás ocupado, jefe?
Ni levanta la vista del monitor.
Está revisando planos o nombres o muertos.
No me importa.
Me acerco. Lenta.
Mis pasos hacen eco.
Sé que lo irrita.
—Te dije que no interrumpieras cuando estoy trabajando —dice sin emoción.
Pero no se va. No se