215. La cocina no huele a sopa.

Narra Lorena.

Atravieso la puerta de la cocina y lo primero que me sorprende es el silencio. No hay gritos, ni olor a sangre, ni ese perfume caro que Ruiz siempre deja pegado en cualquier ambiente donde mete un pie. Solo hay vapor, ollas enormes burbujeando, y cocineros que se mueven como autómatas entrenados para sobrevivir bajo presión. Como si el infierno estuviera del otro lado del umbral, y ellos fueran los únicos que no se dan cuenta.

Pero hay algo que no cierra. Las luces brillan demasiado. El silencio se siente raro, pesado. Mi cuerpo lo registra antes que mi cabeza.

Y ahí lo veo.

Gomes.

Apoyado contra una alacena de acero, con la gorra calada hasta las cejas, la barba de dos días y ese brillo desesperado en los ojos. Ese mismo brillo que tuve yo la primera vez que abracé a mi hija. Ese que duele. Que quema.

—Lorena —susurra apurado, con esa voz de quien se está jugando el cuello.

El corazón me da un vuelco. Por un segundo, no sé si llorar, gritar o abrazarlo. Me quedo quieta.
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