Narra Lorena.
Todavía estoy ahí, sentada al borde de la cama, con la cabeza hecha un torbellino por lo que dijo la vieja, cuando escucho la llave girar en la cerradura. No es la cuidadora ni la sirvienta que viene a dejar pañales ni la de la comida que no habla; es él, y lo sé incluso antes de verlo, porque su perfume siempre llega primero. Ese maldito olor a madera oscura y colonia importada que aprendí a odiar y desear al mismo tiempo.
La puerta se abre despacio. Ruiz entra sin decir una palabra al principio. Me mira desde el umbral, con esa sonrisa a medio hacer que usa cuando quiere mostrarse amable, como si me estuviera haciendo un favor al existir. Lleva una camisa negra sin abrochar del todo, los tatuajes asomando por el cuello, el pelo todavía húmedo como si viniera de ducharse. Y aunque su presencia sigue teniendo ese magnetismo sucio que me encandiló la primera vez, ahora lo veo por lo que es: una tormenta con ojos de hombre.
—¿Y? ¿La nena se portó bien? —pregunta, como si