Narra Gomes.

El cielo empieza a clarear, pero no hay amanecer para mí.

El barrio está acordonado, las luces de los móviles giran sin prisa, como si pudieran borrar lo que pasó. Pero no hay limpieza para esta escena. Hay mugre de la que no se lava con agua ni con silencio.

Uno de los forenses se me acerca con cuidado, con la cara dura de quien ya vio demasiados muertos, pero nunca los justos.

—Inspector, ¿está seguro de que quiere estar aquí?

Lo miro. ¿Qué otra cosa haría?

—Eran mis hombres. Voy a estar hasta el final.

El primero es Pablito. Joven. Tenía una hija también. Siempre hablaba de ella, como si fuera un superhéroe de pañales. Lo degollaron limpio, sin ruido. Con precisión. Tenía los ojos abiertos, pero no de miedo. Lo agarraron de sorpresa. Eso me dice algo.

—No sospechó —digo en voz baja.

—¿Cómo dice?

—Que el asesino no le generó sospecha. Que confiaba en quien lo mató. Probablemente alguien que se presentó como parte de mi equipo.

Anoto mentalmente.

El segundo es Carozo. Te