177. Donde no llega la calma.
Narra Lorena.

La fiebre de una hija es otra clase de fiebre.

Una que te quema por dentro, aunque no la tengas. Que se mete en el pecho y hace que el mundo se achique hasta volverse una sola respiración apurada, un solo llanto que no cesa.

Es de madrugada. La casa está sumida en ese silencio espeso que sólo la noche sabe tener, y el llanto me rasga los oídos antes de abrir siquiera los ojos. No es un berrinche. Es otra cosa. Un dolor. Un aviso.

Me levanto con el corazón ya apurado. La beba está mojada en sudor, roja, los párpados medio caídos. Siento su frente, y el calor me quiebra.

—Gomes… —digo en voz alta, sin siquiera pensar.

Él aparece en la puerta con el arma en la cintura, descalzo, despeinado. Tarda menos de un segundo en llegar hasta nosotras. Le alcanza con una mirada para saber que hay que hacer algo.

—¿El médico?

—Ya le escribí —dice, sacando el teléfono otra vez—. Viene para acá.

El tipo se mueve como un padre. Como un policía. Como un hombre enamorado. L
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